… y lloraba yo, lloraba mucho, siendo aún tan joven. Podía ir al futuro,
al presente y al pasado al mismo tiempo. En el futuro todo era triste, aunque
la sabiduría colgaba en las paredes de mi camino.
Dios me había abatido el alma a tal punto, que contaban más historias
los muertos y las ruinas, que yo aún respirando.
Mi corazón estaba intacto, mutilado en su espíritu de tanto amor encarcelado.
Dios mismo me había aprisionado y sin decirme una sola razón. No tenía un
juicio ni derecho a defensa, simplemente era prisionero. Le imploraba y
suplicaba por cada cosa que me parecía sagrada, por cada momento vivido
eternamente y El… callaba. Como si un simple humano, más parecido a un perro
muerto, tuviera un poder o una arrogancia tal, que hasta Los Cielos fueran
amenazados. Pero no era lo que sentía mi corazón… en mi había piedad y mucha compasión.
Era preso de un amor incondicional y prohibido ante Dios. No existía ningún ser
humano permitido para amarme o que yo amara. Dios no liberaba las puertas de
esa cárcel… por nada.
En la tierra se paga condenas altísimas, pero aún así, los condenados
reciben la luz del sol y del amor, se tiene con ellos misericordia aunque ellos
no la tengan. La puerta de las cárcel, se abre para que salgan bajo fianza y
tengan el valor de volver cuando se les diga. Se les da un voto de confianza y
cada cual lo valora o no… pero yo, prisionero de Dios, no tengo ese voto tan
preciado.
He rogado e implorado desde la ruina de mi alma y mi espíritu, pero el
cielo es oscuridad para mi. No me resta más que esperar la muerte y saber, que
o ella me libera, o me condena otra continuidad sin amor. Quizás algún día, en
otra vida, cometí un pecado terrible y en esta lo pago… pero me he arrepentido
con arrepentimiento de muerte y suplicado que se pese mis disculpas, mis
súplicas de arrepentimiento. Pero nada sucede. Imagino que si el infierno es
más que todo esto, el tormento no es más que una gota de lo que debe suceder
allí.
Condenado soy, si inocente soy… no lo se, pero confío y tengo
esperanzas que un día, la puerta de mi cárcel, Dios la abrirá. Y aunque quizás
muera dentro, me guardaré el resto de las fuerzas que me resten, para
agradecerle con un abrazo y decirle – Gracias Señor, por acordarte de mi- y no será
en tono de ironía, será liberando todo el amor que aprisioné en esa cárcel, el
que debí darle a otro ser humano y no pude. Y moriré en paz, porque tuve la
chance de vivir un gran amor, solo me faltaron años y mi cuerpo no soportó el
peso de la edad.
Daimer Santuche H. ©
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